domingo, 13 de octubre de 2013


No amo mi patria
su fulgor abstracto
es inasible


J. E. Pacheco, Alta traición

El rey es rey porque es hijo del rey anterior. O su sobrino: su heredero. Por la misma razón el rey anterior fue rey, y el anterior, y así sucesivamente hasta llegar al rey primigenio, que recibió el trabajo de rey del omnipresente: dios en su faceta de gran reclutador de recursos humanos.

Hay un rey en España hoy. Sí, siglo XXI. Hay una reina en Inglaterra. De esos países viene John Carlin, periodista inglés con nacionalidad también española que escribe para el diario El País.

Su último texto (leer aquí) habla sobre el circo en el que, dice, se ha convertido el futbol mundial, a nivel selecciones de países, gracias a la facilidad actual para adquirir nacionalidades y jugar para la selección que a uno más le convenga. Dice que la presencia de naturalizados en las selecciones convierte las competencias internacionales en simples bromas, rebajándolas al nivel de cualquier competencia de clubes.

Carlin no puede comprender cómo es que alguien pueda elegir su nacionalidad. ¿Qué no es algo que viene dado por los antepasados? —quizá se pregunta— ¿qué no la gente nace en un reino y debe proteger a su rey?

No me extraña, para nada, que en su texto aparezcan al menos una vez las siguientes palabras:  inconcebible, antepasados, idioma, identidad, autoengaño y Franco. Parece un texto escrito en el siglo XVIII (excepto por la referencia a Franco).

Pero la pregunta crucial es: ¿por qué un mexicano, español o alemán naturalizado no tendría derecho a jugar en la selección nacional de su nuevo país? ¿Por qué, según Carlin, Diego Costa no debería poder jugar con España en lugar de Brasil?

Señor Carlin, ¿Diego Costa tiene un pasaporte español? ¿Tiene DNI? Si la respuesta es , le pregunto entonces: ¿qué más debe tener? ¿Antepasados reales? ¿Sangre pura? ¿Certificado de autenticidad? ¿Gusto por el jerez y el flamenco?

Álvaro Mutis decía que «uno no es de donde lo dieron a luz —una cuestión mecánica— sino de donde la gente y las cosas le dicen a uno 'tú eres nosotros, nosotros somos tú'». Si la razón por la que una persona decide adoptar una nacionalidad fuera sólo la posibilidad de jugar en un equipo de futbol, aunque fuera sólo eso —aunque no tomáramos en cuenta que esa persona casi siempre vive y tiene familia en el país que decide adoptar, come su comida y guarda sus fiestas, aprende el idioma y las costumbres—, aun así tendría derecho de hacerlo. Porque, a diferencia de los demás, no ha adquirido una nacionalidad por herencia, por circunstancia geográfica o por derecho real/divino. No, la ha adquirido por voluntad propia. Costa es español no porque haya nacido en España, sino porque quiere.

Dejémonos de nacionalismos absurdos y xenofóbicos. Dejémonos de latiguear la espalda. Las nacionalidades son documentos y nada más. Esto es el intento por un mundo global, señor Carlin, un mundo adulto donde la identidad habría de construirse con respeto y no con historia; donde se debería heredar educación y orgullo, no poder; donde las fronteras habrían de ser brazos abiertos y no muros cerrados; donde el humanismo tendría que ser la única bandera, el único rey, la única ley.

Por lo demás, lo que pasa en la cancha es futbol y nada más. Una cascarita entre los barrios del mundo. No pretendamos pedirle a una federación deportiva que corrija lo que a muchos retrógradas les parece que hacen mal los legisladores de los países. ¿O usted, señor Carlin, pretende que la FIFA le diga a Diego Costa que no es español aunque tenga un pasaporte expedido por el gobierno de ese país?

@_zemaria

miércoles, 9 de octubre de 2013



El rey es dos reyes. Es Felipe IV de España, su idea, el icono que representa, el imperecedero cuerpo de la figura monárquica, el espíritu que ha quedado plasmado en los lienzos de Velázquez, sí. Pero también es Felipe, frente al espejo, peinándose el bigote hacia arriba para acentuar el prognatismo, el cuerpo perecedero del hombre, que se dirige a la carroña, que se baña y se rasura, que se reseca y que engorda.

El rey es siempre dos reyes. Es una figura y es una persona.

Pierre Michon, uno de los escritores vivos más importantes del mundo, ha desarrollado esta teoría, la de los dos cuerpos del rey, aplicándola a la historia de la literatura. No toda época tiene un rey, un escritor absoluto —Dante, Faulkner, Beckett—, pero sí, es un hecho, se busca todo el tiempo y se mantiene al anterior, aunque esté muerto, hasta que se pueda proclamar uno nuevo. La idea del rey, la necesidad de tener un rey, permanece. Está ahí, aunque no esté encarnada en nadie vivo, reinando.

Cuando Faulkner fue rey, muchos escritores de la época querían escribir su propio The sound and the fury. Era el paradigma estético vigente. Después, cuando alguien más ocupó su puesto, el paradigma cambió. Pero la cuestión importante está en la necesidad de un paradigma, de un faro que dirija a todas las embarcaciones.

El rey del futbol es un equipo. Jugar bien, hasta hace un par de años, quizá todavía hoy, es jugar como el Barcelona. Messi es el rey. Xavi e Iniesta son los reyes. Hay un triunvirato que rige, aunque en cada partido veamos setecientos pases laterales, aunque Messi no juegue igual en Argentina, aunque Xavi corra menos y recupere menos balones que Schwensteiger, aunque se esté jugando ante Getafe y no ante el Dortmund o el Chelsea.

Fue la selección holandesa de los setenta. Fue el Madrid de los ochenta. Fue la Hungría de Puskas. Las características que invistieron a esos equipos como reyes fueron siempre diferentes: la velocidad de desdoble, el futbol total, la contundencia, la garra, los títulos logrados.

¿Cuánto tiempo pasará para que haya otro nuevo rey? Nadie lo sabe. Quizá hoy se esté fraguando una conspiración, una conjura para derrocar al Barça. Quizá el príncipe de Múnich esté a punto de apropiarse por completo del reino. Habrá que esperar.

Pero hay una pregunta más profunda. ¿Hasta cuándo seguiremos viviendo en una monarquía futbolística? ¿Necesitamos un rey? ¿Es posible mantener la competitividad de las ligas apostando por otras formas de jugar al futbol además del famoso y aburrido tiki-taka? El Atlético de Madrid, el Bayern Múnich, el Borussia Dortmund y, en niveles más elementales, el América de México lo están intentando.

Aboguemos por una democracia futbolística, una forma más plural y colorida de entender este juego, o perezcamos viendo una única manera de ganar y una ola entera de equipos intentando implementar sistemas que no corresponden a sus capacidades técnicas ni físicas.

@_zemaria







jueves, 3 de octubre de 2013



Darwin recupera el balón por la derecha, toca al centro, Chato recibe. Después, escuchamos una voz que dice "Darwin recupera el balón por la derecha, toca al centro, Chato recibe". Como un odioso déjà vu, pero peor, porque la voz que escuchamos es la de Martinoli.

Por el afán de convertirse en narradores, los comentaristas de futbol se han transformado en cronistas inútiles. Por querer hablar más, como si tuvieran miedo al silencio, como si transmitieran para la radio, los comentaristas se han vuelto cada vez más obsoletos, cada vez más estorbosos. Son los documentalistas de lo obvio, el eco maltrecho de este hermoso juego, la razón por la que algunos partidos buenos se soportan acaso como malos y algunos malos son simplemente insoportables.

En las disciplinas narrativas de la literatura (y no en las líricas), el narrador es la pieza fundamental de la historia. Es la conexión entre el autor y el lector. Lleva la batuta de la cronología y resulta completamente necesario para entender cualquier texto. El narrador es el dios, el demiurgo de una historia. Siempre sabe más que el lector y, en esa medida, lo interesa, lo atrapa, lo convierte en cómplice.

El teatro y el cine, en cambio, aunque son también de carácter narrativo, tienen otros vehículos para contar, puesto que también son artes plásticas e interpretativas. Esos vehículos son los elementos visibles: actores, escenarios, luces, planos, actos. No hay narradores. ¿Qué tan estúpida resultaría una película en la que cada escena se narrara, al mismo tiempo en que se muestra y se desarrolla, por una voz en off? ¿Qué tan ridícula una obra en la que los actores dijeran, por ejemplo, "entro a escena, hablo con el actor que representa al César y le digo...", antes de hablar?

Así suena el futbol, tristemente, cuando se transmite hoy por las insulsas, manipuladoras y adoctrinantes televisoras nacionales.

Por eso, para ver futbol, lo mejor es ir a la cancha.

En el estadio uno se tiene que rascar con sus propias uñas. Frecuentemente los sistemas de sonido local son Steren o peores, así que uno tiene que deducir, analizar y memorizar lo que ve para saber quién fue amonestado, quién salió, quién entró, quién cobra el tiro de esquina y cuál es la alineación del equipo. Casi nadie va solo a ver a su equipo, lo normal es sentarse junto a un amigo, un conocido o una porra completa de descerebrados. Entonces el silencio se llena con cantos, mentadas de madre, gritos al cervecero y comentarios aislados. El "perro" Bermúdez no existe en la cancha. Por cierto, nota al margen: ¿bajo qué parámetros uno permite y promueve que le llamen "perro"? Pobre Zenón, pobres mascotas, ¿qué culpa tienen?

Son insoportables las frases idiotas que se quedan en la mitad del camino entre la descripción y la metáfora: "respetar el esfuerzo", "hágala", "juguete saltón llamado balón" (!), "abrir la cancha", "volumen de juego": todos términos huecos o, como se decía en la edad media, flatus vocis (voces vacías).

Los cronistas deben entender que su trabajo consiste, cuando más, en informar el nombre de quien trae la pelota y en comentar táctica y estratégicamente el juego: para eso les pagan. ¿O será, quizá, que no saben cómo hacerlo?

@_zemaria

miércoles, 2 de octubre de 2013



Teatro griego antiguo. Somos espectadores. Sobre el escenario, una tragedia que haría llorar no sólo al niño dios, sino a Chuck Norris y a Felipe Calderón. Me refiero a una tragedia dura. Nosotros, usted y yo, sentados a mitad del anfiteatro, tragamos saliva para que nuestras hermosas novias griegas no piensen que somos frágiles.

Cuando está a punto de culminar el último acto nuestras túnicas empapadas de lágrimas, hombres y mujeres desmayados sobre las piernas de su acompañantes, cuando parece que el protagonista no tiene otra salida que la de matar a su familia entera, condenar a su pueblo y sufrir la deshonra, algo raro sucede.

Deus ex machina
: una deidad entra volando al escenario, ayudado por una máquina (una grúa, un sistema de poleas), y resuelve el problema. El protagonista es ahora el único que llora, pero de felicidad. La gente aplaude y usted y yo, en la tribuna, limpiamos las lágrimas antes de que las antorchas del ágora iluminen nuestra pusilanimidad.

Viajemos 2,500 años hacia el futuro. Usted y yo estamos en las gradas del estadio Martínez Valero, en Elche, España. La tragedia se desarrolla sobre un escenario verde. El equipo recién ascendido, un grupo primitivo, entusiasta y pobre, está a punto de empatar un partido con la escuadra más cara de la historia. Usted no llora, yo incluso sonrío. Se acerca el minuto 90. Llegamos a él. Lo rebasamos.

En el 94, algo sucede: un semidios vestido de azul celeste silba, señala, regaña y arregla todo. Penalti. Ronaldo, el héroe, dispara. El equipo más caro de la historia se lleva los tres puntos. ¿Nota usted, además de las lágrimas y la sangre, alguna diferencia con la tragedia que presenciamos juntos hace 25 siglos?

Yo no, y le voy a decir por qué.

En la Grecia antigua, las tragedias tenían una finalidad más importante que la de entretener al público: tenían un objetivo terapéutico. Sólo si la tragedia estaba escrita y representada con maestría, es decir, si la trama y las actuaciones eran creíbles, la obra surtía efecto. Si se dejaba llevar por la narración, la gente podía vivir en carne ajena sensaciones desagradables o violentas sin la necesidad de vivirlas en la vida real. Con este ejercicio se creía que el alma se purgaba de esas sensaciones, liberándose de ellas y haciendo que la gente saliera más feliz que como entró al teatro.

La tragedia, por tanto, comenzó a traicionar terriblemente su finalidad cuando se introdujo el recurso del deus ex machina. La historia dejaba de ser creíble y, por tanto, dejaba de funcionar para conseguir los objetivos médicos que se buscaban cuando fue escrita y montada.

En la liga española sucede algo muy parecido. Cada vez que un árbitro protege al Madrid (y al Barcelona) como sucedió hace un par de semanas en Elche, la liga pierde verosimilitud y, por ende, comienza a incumplir las finalidades para las que fue creada. La gente se alejará y el torneo se irá haciendo más aburrido día con día.

La pregunta es, ¿vale la pena devolver la credibilidad a una liga de únicamente dos equipos?

@_zemaria